Escupió en el suelo, hizo un poco de lodo y lo extendió sobre los ojos del ciego…

«Escupió en el suelo, hizo un poco de lodo y lo extendió sobre los ojos del ciegoJUAN 9:6 BTI

Somos tan “adultos” que prescindimos del Dios, padre de Jesús, para decirnos que solo contamos con nuestras manos y nuestro saber. Es más, con muchos autores cristianos nos diremos que el ser humano es su mediación, que su saber y sus manos son su presencia y su actuación. Toda otra palabra que diga algo diferente, y que afirme que Dios actúa, también, de forma directísima, será tachada de “pensamiento mítico”, y propia de un pasado en el que el ser humano era “menor de edad”. Al final, somos una generación de huérfanos de Dios, no porque él nos haya dejado a nuestra suerte, sino porque nosotros lo hemos cambiado por un ídolo “que tiene boca y no habla, ojos pero no ve, oídos pero no oye, nariz y no puede oler”, y al final, nuestra existencia se traza a imagen y semejanza del ídolo que hemos creado, huérfana de Dios por “mayoría de edad” (Sal. 115:5-6).

Hoy, en medio de la oscuridad que nos envuelve, sale a nuestro encuentro la “historia” de la curación del ciego de nacimiento (Juan 9:1-41), diciéndonos que el Resucitado está entre nosotros, y que por ello no debemos desterrar la esperanza de su actuación a una verdad trasnochada, a un pensamiento infantil. No, en absoluto. De ahí que nuestra oración, nuestra súplica y nuestro ruego no caen en saco roto, sino que se abren a la posibilidad real de que la esperanza que suplicamos se realice aquí y ahora, que el Resucitado vuelva a escupir en el suelo, hacer lodo, y embadurnar nuestros ojos a fin de que podamos ver la realidad que se nos oculta a causa de nuestra “adultez”, a causa de nuestra “mayoría de edad”. ¿A qué realidad me refiero? A la realidad del Dios que actúa en nosotros, en ocasiones concediéndonos la sanidad; en otras, dándonos, a través del Espíritu que mora en nosotros, el ánimo y la fuerza para que nuestra fe no falte en medio de la existencia cuando ésta se torna en espesas tinieblas (1 Cor. 10:13).

En tiempos como los que vivimos, en los que rigen las tinieblas, se hace necesaria y urgente la luz. Una luz que disuelva la oscuridad y sumerja nuestro mundo en los colores del arco iris, colores que proclaman la asombrosa gracia de Dios. De ahí que, desde la fe que confesamos, creemos en un “Dios que, desplegando su poder sobre nosotros, es capaz de realizar todas las cosas incomparablemente mejor de cuanto pensamos o pedimos” (Ef. 3:20). Vivimos abiertos al misterio, que de vez en cuando nos hace señales a través de los destellos de su gracia en medio de nuestra historia. Solo esperamos en el Dios, padre de Jesús. Nada más, ni nada menos.

Ignacio Simal

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